Este breve relato está basado en hechos reales. El autor intenta narrar unas vivencias particulares adaptadas al género de ficción. Todos los que conozcan al responsable de este humilde escrito recibirán en su memoria un agradable recuerdo de tiempos que fueron mejores. Espero que disfrutéis,
Marc Guillot Mir
Ya son las seis. Tiene que llegar de un momento a otro, si no me largo y tendré que hacerlo yo sólo.
-¡Mike!-exclama Alfred, que justo acaba de llegar-, ¿hace mucho que esperas?
Por lo menos hacía media hora que lo esperaba. Traía consigo un paquete y, por debajo de la cinta que mantenía sujeto su envoltorio, una nota.
-Perfecto, vamos allá.- dije con autoridad.
A lo alto del monte aparcamos las motos que tan amablemente nos habían llevado hasta arriba. La colina nos permitía ver el puerto. Un gran barco blanco, uno de esos cruceros para millonarios hace escala. El reflejo del sol en las olas y la fresca brisa en nuestra cara hacían paradisíaco un lugar ya increíble de por sí. La mirada perdida en el horizonte, contemplando el vuelo raso de alguna gaviota que intenta ser acróbata. Una muchacha alta y delgada baja el paseo. Su figura destacaba por encima de cualquier otra y su melena jugaba a placer con ese viento que habita en las costas mediterráneas. Nos quedamos atónitos. La seguimos con la mirada, embobados, como atontados por una belleza y un sol de verano que deshidrataban y hacían perder el sentido. Debíamos esperar, aún faltaba casi una hora y debíamos planearlo todo, nada debía salirnos mal porque si no estábamos acabados.
Abrimos el paquete que Alfred traía consigo.
-La nota. ¡Primero la nota, hermano!
Alfred, asustado dejó de lado el paquete. Se trataba de una caja, más bien pequeña, envuelta en un papel marrón, aparentemente muy normal. No había prisa por abrirlo pero Alfred ya se estaba empezando a impacientar. Encendió un cigarrillo, mientras miraba fijamente el lugar por donde había pasado, escasos minutos antes, aquella muchacha.
Leí la nota. Abrí el paquete y ahí estaba la foto de una bella muchacha, linda y morena, y una pistola. En la nota se nos informaba que un hombre joven haría de cebo y la traería a la colina a eso de las siete. Empezaba a nublarse, el viento cálido y seco comenzó a sacudir los árboles que había a lo largo y ancho de la ladera de la montaña. El mirador era una atalaya que nos situaba en una posición privilegiada y podíamos controlar toda la zona marítima sin peligro de ser vistos. Era el lugar perfecto. Las olas empezaban a sacudir con fuerza, como si no estuvieran de acuerdo con el tiempo. Poco a poco el viento empezó a hacérsenos incómodo, eran las seis y media y aún nos quedaba media hora. ¡Maldita sea! Empezaba a llover. Las nubes hacía cosa de un cuarto de hora que ni se veían, y de repente, se nubla el cielo y unas pocas gotas de lluvia de verano empiezan a caer sobre nuestras cabezas. Alfred se puso el gorro. Un gorro de ala corta que siempre lleva consigo. Es un tipo que siempre va preparado. Ordenado y calculador –supongo que viene de familia-, se mantenía callado, pensando, supongo, en cómo llevar a cabo el trabajillo que nos esperaba. Mordía un palillo que cogimos del restaurante a la hora de comer y fumaba a largas caladas un cigarrillo tras otro.
Oímos un coche. Aún era demasiado pronto pero por si acaso nos preparamos. Nos pusimos los pasamontañas y nos escondimos uno a cada lado de la carretera. Mientras observábamos cómo subía por las curvas los nervios afloraban. A mí se me escapó la risa al principio, me pareció curiosa la situación. Se acerca el coche, era rojo, deben ser ellos, pensé.
-Vamos allá- me dije a mí mismo, y sin pensarlo dos veces irrumpí en la calzada como si con todas mis fuerzas deseara ser atropellado.
-¡No Mike!, ¡no son ellos!
Demasiado tarde. El coche pegó un frenazo brusco, del susto que les dí casi tienen un accidente, pero gracias a Dios no les pasó nada. Un hombre bajó del coche y se dirigió a mí. Creí que iba a pegarme. Tenía unos cuarenta años, era alto y corpulento. Obviamente nos convenía que se fuera y no debíamos tener problemas, en tal caso no podríamos terminar el trabajo y todo habría terminado. Ya cada vez faltaba menos para la hora. El señor estaba enfadadísimo, le pedí perdón, que se fuera, estaba realmente furioso. Alfred salió de entre los arbustos y pidió al hombre que se marchase, que había sido sin querer, que era una broma. En un par de minutos volvíamos a estar en la misma posición, aún no me había recuperado del susto con ese buen hombre al que por poco mato de infarto y suena el móvil. Lo dejé sonar, era la señal y ahora sí que no podíamos fallar. Son las siete, se empezaba a oír un coche que subía. Por el ruido del motor parecía un coche viejo. Me asomé un poco para poder identificarlo. ¡Eran ellos! Subían a ritmo tranquilo. Las pulsaciones se me disparaban, era la primera vez que hacía esto, no podía fallar. Estropear tantas horas de trabajo y planificación sería lo peor que me podía pasar. Alfred permanecía en silencio, agachado y escondido, preparado para saltar. Finaliza la curva, aminora la marcha por la poca visibilidad del tramo antes de llegar al mirador. En ese momento, Alfred y yo nos plantamos de un salto a unos diez metros, delante del coche. Pegó un frenazo, Alfred sacó su pistola y les apuntó. Ellos permanecían inmóviles, asustados, deseando que algún otro coche subiera y, ante el panorama, les ayudaran, o por lo menos llamaran a la policía. La acompañante del conductor estaba muy nerviosa. Era la hermosa muchacha de la foto, morena y delgada. Nuestros pasamontañas nos evitaron ser reconocidos. Nos acercamos al coche, abrí la puerta del conductor y le hice bajar.
-No te muevas. –le dije a ella.
Le tapé los ojos con un pañuelo, y tras ordenarle que no hiciera ningún movimiento llevé el coche hasta donde estaban nuestras motos. Alfred y el chico, estaban allí. Mi hermano ya no llevaba el pasamontañas, metió al chaval en el asiento de tras y le ordenó que tranquilizara a la chica. Él se llamaba Peter y ella Paula. Los llevé hacia el otro lado de la colina, con miedo de que aquello se me fuera de las manos. Allí había una casa y era ahí donde nos esperaban. Paula, aún con los ojos vendados cogía la mano de Peter, pero no decía nada. Estaba sudando y él la tranquilizaba diciendo que todo saldría bien. Paula era una chica preciosa y seguramente no merecía nada de lo que le estaba pasando, pero yo qué iba a hacer, sólo cumplía órdenes.
Alfred esperó con las motos, a lo alto de la colina. Debía llegar un coche con otra persona para llevarlos a la casa, punto de encuentro, al otro lado de la colina. Paula, alta y delgada y llevaba un vestido de verano. Calzaba unas sandalias que dejaban casi desnudos unos pies maravillosos…Creo que me estoy entreteniendo. Vamos al grano. Al llegar a la casa ya había alguien esperándonos en la puerta, nos abrieron la verja de metal de un color verde oliva que no denotaba un gran sentido del gusto por parte de su propietario. Entramos en un terreno con jardines y piscina. El tamaño de la casa y sus terrenos hacía suponer que sus inquilinos no pasaban mucha hambre. Esperamos dentro del coche unos cinco minutos, hasta que Alfred y el chico que se encargó de baja mi moto y el del coche aparecieron. En el jardín había bastante gente. Estaban todos muy elegantes, pero todos en silencio, como si no tuviesen tema de conversación. Cogí a Paula por la mano, con suavidad la bajé del coche y le indicaba dónde poner los pies al andar para evitar pisar mal algún escalón. Siempre he creído que estas cosas se pueden hacer, también, con suavidad y sin violencia.
-¿Qué narices es esto? Dejadme en paz de una vez, ¡quiero saber dónde narices estoy! – insistía Paula.
Viendo que empezaba a ponerse nerviosa, Peter le pidió que se callara, por orden mía. Así lo hizo, y bajo amenaza, Paula calló. La llevamos al centro del jardín. Había mesas con comida. La sentamos en una silla, entre la confusión que sentía y los nervios de no entender nada. Por fin le destapé los ojos y allí estábamos todos, elegantes y sonrientes, orgullosos de nuestra pequeña hazaña.
Cuando vio todo lo que le habíamos organizado abrazó a todos los presentes, entre felicitaciones y alguna que otra bronca amistosa por el susto que le habíamos dado. La fiesta fue todo un éxito, todos los invitados eran amigos nuestros, que de alguna manera u otra colaboraron en la dura tarea de organizar un montaje de tales dimensiones, y por su sonrisa, una vez nos hubo perdonado a los secuestradores y a Peter, su novio, vimos la enorme alegría que sentía al ver lo que sus amigos son capaces de hacer por ella y por cualquier otro que se atreva a cumplir los veinte.
La vedad es que no hay mucho más que contar sobre el resto de la noche. Fue una gran fiesta de cumpleaños, Alfred y yo tuvimos que pasarnos la mitad del rato interpretando la cara de susto de Paula al ver su vida en peligro…así que…si, supongo que fue algo divertido. Bueno, ya basta, ¿no? Creo que ya me toca ir a dormir, que ya es tarde, tal vez, cuando vuelva a protagonizar una situación de estas, o el día que algo tan curioso como esto me suceda a mí, puede que vuelva a escribir en este o puede que en otro pedazo de papel.
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